Hombres y mujeres salvajes

Hombres y mujeres salvajes

La presente edición de FICMEC ha traído hasta la pantalla de la sala de proyección dos visiones diferentes de la vida humana salvaje, entendiendo aquí salvaje como una combinación algo caprichosa de las diferentes definiciones que el diccionario tiene para esta palabra: no domesticado, feroz, montañoso, áspero, primitivo, no civilizado, incontrolado… Ambas visiones son, si no contrarias, al menos sí complementarias y útiles para intuir una suerte de brevísima historia de la humanidad en dos capítulos y con final feliz.

El primero de esos capítulos es una película de ficción que vimos ayer: Bajo la piel de lobo, de Samu Fuentes, en la que el actor Mario Casas da vida a un hombre de la montaña, rudo, barbudo y de pocas palabras, un hombre de principios del siglo XX que copula como una bestia –en lugar de hacer el amor– con una mujer comprada por un puñado de monedas. La cinta, basada en la vida de Martinón, un hombre que habitó realmente esas ásperas cumbres asturianas a finales del XIX, nos muestra que el ser humano es capaz, o casi capaz, de vivir aislado de la sociedad y nutrirse de la madre naturaleza, aunque en la vida de Martinón no hay felicidad ni sonrisas, y menos aún en la de la mujer que vive con él.

El segundo capítulo lo vimos hoy. Se trata de Cien días de soledad, de José Díaz, un documental impecable que este director rodó, también en las cumbres de Asturias, sin más compañía que un dron, una cámara con trípode y una GoPro, además de los animales a los que cuidó durante todo ese tiempo, especialmente Atila, el caballo goloso y fiel que lo sigue en toda la aventura. José es aquí también un hombre salvaje, como Martinón: un ser humano que vive de la naturaleza a la vez que forma parte de ella.

Pero hay una diferencia entre un hombre y el otro, y esa diferencia tiene que ver con lo dicho más arriba sobre Martinón: ninguno de los dos vive completamente aislado de la sociedad, o, dicho de otro modo, ambos –aunque hayan subido a la montaña– proceden de una sociedad, y ahí es donde se configura esa brevísima historia de la humanidad de la que hablaba más arriba, porque, aunque los dos son tremendamente respetuosos con el medio que los alimenta, el primero concibe a la mujer como una mercancía y una herramienta de trabajo –aunque no la maltrata o no es consciente de que lo está haciendo–, mientras que el segundo –que sí es feliz y sí sonríe– ama, adora y añora constantemente a la suya. Ambos, pues, son hijos de la naturaleza, pero también de la sociedad en la que nacieron; una sociedad que debería seguir avanzando pasito a pasito hacia la felicidad.

¿No sería un final extraordinario que la humanidad toda alcanzara alguna vez esas tres cumbres: respeto a la naturaleza, felicidad e igualdad entre hombres y mujeres? No puede haber mejor The End.

Ramón Alemán