02 Jun David Baute
En 1998, cuando yo ejercía a tiempo más que parcial de cantautor, conocí a un pibe de Garachico llamado Felipe Baute. Me lo presentó Agustín Ramos, otro cantautor –a nosotros nos gustaba llamarnos changautores porque no creíamos ser muy buenos en lo nuestro…–. Poco después Agustín también me presentó al hermano de Felipe, David. Estos dos tipos eran inquietos y estaban metidos en la movida cultural de su pueblo; además, ambos tocaban en la banda de Garachico (Felipe el trombón y David el bombardino), aunque por aquellos años residían en La Laguna, la ciudad en la que yo vivía y en la que los conocí.
La inquietud de los hermanos Baute la sufrí por partida doble: pese a que yo sabía que mi fulgurante carrera como cantautor estaba tocando a su fin, Felipe no dejó de darme la lata para que me pasara por su casa a hacer arreglos de mis canciones con un programa que él ya manejaba en unos tiempos en los que la informática era casi una novedad en el ámbito de la producción musical. Por su parte, David convocó a todo el perroflautismo lagunero para que hiciéramos de extras en el rodaje de su primera película, una ficción titulada Fábula, que fue estrenada en los multicines Aguere.
En el ambiente bohemio en el que yo me movía todos éramos unos payasos, en el mejor sentido de la palabra: nos gustaba sobre todo reírnos y emborracharnos, jugar con las palabras, con la música, enamorarnos y desenamorarnos, hacer muchas tonterías. Queríamos, sobre todo, ser felices. Recuerdo que uno de tantos encuentros de esos que organizábamos apresuradamente fue por mi cumpleaños. La excusa para la fiesta era lo de menos, y esa fue la razón por la que todo el mundo llevó alcohol pero nadie me trajo un regalo, excepto David: un hermoso candelabro de dos velas.
Ahí fue cuando entendí que David era algo más que un compañero de fiestas: aquel flacucho barbudo era de los que opinaban (aunque opinaran en silencio) que lo cortés no quita lo valiente; dicho de otro modo, que estaba muy bien la juerga, pero más allá de eso había otro vasto escenario, que era el de la elegancia, el saber estar, el ir más allá de las apariencias y más abajo de la superficie, el ser empático y sensato. Hay que decir que lo mismo pensaba de sus hermanos Felipe y María José: una vez más quedaba demostrado que en la educación familiar suele estar la base de todo lo que vendrá.
Después le perdí la pista a David y supe poco de él hasta que coincidimos en el festival de cine MiradasDoc. Él era (y sigue siendo) codirector de ese importantísimo encuentro internacional, y aquello fue algo que no me sorprendió en absoluto porque, aunque el flacucho barbudo no había dejado de ser un payaso –nuevamente en el mejor sentido de la palabra–, debajo seguía estando el otro David, el del saber estar, el del ir más allá de las apariencias; pero ahora mucho más maduro, más hecho, más valioso, más sabio.
Agustín Ramos y yo nos habíamos autoproclamado en su día changautores por culpa de la excesiva modestia y la escasa ambición que, según los topicazos, arrastramos los canarios. Ese mal, a mi entender, parece no afectarle a David Baute, porque de otro modo no habría sido capaz de aplicarle la respiración boca a boca al Festival de Cine Ecológico del Puerto de la Cruz hasta que pudo reanimarlo y llevárselo a vivir a Garachico, donde en este 2019 ha alcanzado una mayoría de edad que ha quedado patente en la programación y en la afluencia masiva de público.
Ahora que termina FICMEC, debo pregonar a los cuatro vientos mi orgullo de haber trabajado nuevamente a las órdenes de un alma tan extensa y de un cerebro tan meticuloso como los de David Baute, el payaso más sensato del mundo.
Ramón Alemán
Foto: Luz Sosa