28 May Castillos de arena, mar de lava
Hoy vi en la película Chã cómo los habitantes del pueblo caboverdiano de Chã das Caldeiras volvían, contra viento y marea, al lugar donde algún día, antes de la erupción del Pico do Fogo, habían estado sus casas. Y, como quien construye castillos de arena que el mar tarde o temprano se llevará, volvían a picar piedra para reconstruir sus hogares en el lugar exacto en el que transcurrían sus vidas antes de que la montaña despertara para tragarlo todo.
Me resultaron extremadamente cercanos los paisajes que vi en este documental; me trasladaron a El Hierro, la isla de mi madre, la isla de mi infancia y de mis veranos. Y eso me hizo divagar e imaginar mi pueblito de Echedo devastado, como Chã das Caldeiras, y a mis amigos herreños y a mí regresando al río de lava fría para buscar nuestras casas debajo y volver a edificarlas. Y me imagino también al pueblo de Garachico reinventando todo lo que el volcán de Trevejo devoró en 1706, incluyendo esta Casa de Piedra en la que me encuentro ahora mismo.
Vivimos bajo el volcán y ni nos damos cuenta, y la inmensa mayoría de nosotros no sabemos si existe o no un plan de evacuación para el lugar en el que residimos, ni sabremos qué hacer cuando llegue una erupción volcánica para la que no queremos estar preparados porque nos espanta la idea de que la lava pueda llegar hasta la puerta de nuestras casas.
Pero como resulta que mal de muchos es consuelo de tontos, debemos saber que esa condición no es exclusiva de los canarios. La extraordinaria vulcanóloga colombiana Marta Lucía Calvache, invitada de excepción en FICMEC, me contó esta mañana que no somos diferentes a otras comunidades que viven en regiones volcánicas. «Los seres humanos somos complicados cuando hay intereses en esta cuestión de entender la naturaleza; nadie quiere oír malas noticias», me recordó Marta.
Dicho de otro modo: ¿cómo pedirle a la gente que deje sus casas cuando sepamos que el volcán ha despertado?, ¿cómo decirles a los agricultores que abandonen sus tierras?, ¿cómo advertirle a toda una ciudad que debe estar preparada para, tal vez, irse definitivamente de su pequeña patria, cuando esa ciudad jamás ha sufrido una erupción volcánica y la última tuvo lugar hace siglos? En definitiva, ¿cómo concienciar a los seres humanos de que los eventos volcánicos, por muy poco probables que sean, pueden alterar fatal y dramáticamente nuestra realidad?
La conclusión de Marta es que es necesario plantarle cara a ese miedo que hace de nuestros volcanes un dios invisible: «Mediante la educación, seguramente los niños de hoy van a tener una visión más amplia y van a ver la naturaleza como lo que realmente es», me dijo. Una vez más, las mentes sabias ponen en manos de los más jóvenes la esperanza de un mundo mejor. Así lo espero yo también, aunque me temo que nuestros descendientes, los de cualquier paraíso volcánico de la Tierra, querrán volver a sus casas cuando sean devoradas por la montaña de fuego, para construir nuevos castillos de arena que otro mar de lava tarde o temprano se llevará.
Ramón Alemán
Foto: Luz Sosa