30 May La escuela y el monte
Un año más, FICMEC ha llevado hasta Garachico un proyecto encantador, denominado Memoria mágica, gracias al cual los estudiantes del IES del pueblo rescatan, antes de que caigan en el olvido, los recuerdos de los mayores del municipio. Este mecanismo cazador de palabras y emociones es un invento de David Baute, director del festival, y del periodista y dramaturgo Cirilo Leal, de quien yo dije en su día –y lo reitero– que es un vividor, porque es una persona «que vive la vida disfrutando de ella al máximo», y esa es una de las definiciones que los señores y señoras de la Real Academia Española le dan a este adjetivo.
Por si no lo saben, Memoria mágica es una actividad educativa anual a través de la cual un grupo de alumnos de cuarto de la ESO entrevistan a vecinos mayores –casi todos ellos ya con el rango de abuelos, tíos abuelos o bisabuelos– y les preguntan por un tema determinado. El resultado de esas entrevistas, que se graban en vídeo con equipos profesionales, es un documental que se estrena durante la semana de FICMEC. Este año la presentación tuvo lugar hoy mismo, con una sala de proyecciones hasta la bandera –incluyendo a los protagonistas: los chicos y los mayores–, como ocurre siempre que se presenta el resultado del proyecto.
El tema escogido para este año fue la escuela de nuestros abuelos, y me llamó poderosamente la atención el hecho de que algunos de ellos hablaran de dos etapas diferenciadas de su infancia: el colegio y el monte. No el colegio y el trabajo, o el colegio y la emigración, o el colegio y la platanera. No: el colegio y el monte. Cuando ya sabían las cuatro reglas y leer y escribir, muchos niños y niñas se veían obligados, en un tiempo de extrema escasez, a dejar de ir a la escuelita para empezar a subir diariamente a las cumbres a buscar parte del sustento de sus familias, ya fuera leña para la cocina o pinocha para vender; o tal vez iban a cuidar el ganado o a alimentar a un cochino perdido en alguna fría huertita.
A aquello de subir al monte a ganarse el pan hoy lo llamaríamos explotación infantil, y al tortazo que le daba la madre a la niña cuando esta llegaba del colegio diciendo que la maestra le había cruzado la cara –«algo habrás hecho…»– lo llamamos maltrato, pero para esos chiquillos era el pan nuestro de cada día, y todos son conscientes ahora, en su ancianidad, de que las cosas han cambiado muchísimo, aunque no todos tienen claro que sea para mejor. Yo sí creo que la vida de los niños ha mejorado mucho, al menos en lo concerniente al trabajo y al maltrato, y por eso me parece oportuno que jóvenes de catorce años escuchen a sus mayores y aprendan de este modo a comprender que viven prácticamente en el paraíso.
Y si algo falta para que realmente estemos en el paraíso es lograr que otra vieja y mala costumbre –del pasado y del presente–, que es esa de creer que nuestro planeta es a un tiempo casa y vertedero, sea desterrada para siempre. Esa tarea, claro está, les corresponde a ellos, a los hombres y mujeres del mañana.
Ramón Alemán
Foto: Rosa Verde