La subida del mar y el fin del mundo

La subida del mar y el fin del mundo

AYA (SIMON COULIBALY GALLARD, 2022)

La isla de Lahou (Costa de Marfil), como otras muchas partes del planeta, sufre las graves consecuencias del ignorado cambio climático. La población del lugar reflexiona sobre sus posibilidades: algunos creen que el traslado solucionaría todo, otros ven la necesidad de mudarse al continente, otros prefieren discutir sobre la pasividad de la  clase dirigente y hay otros que simplemente han perdido la esperanza.

A Aya, nuestra protagonista, parece no importarle demasiado que el mar se lleve su casa, porque –aunque ella lo dice con otras palabras y el ímpetu de la adolescencia– su hogar es su pueblo: “deja que el mar venga, que yo no me voy”. Y no es tanto el hecho de que no le duela que la subida del mar acabe con su mundo, sino que es más bien su sentimiento de pertenencia –su propuesta por no renunciar a su lugar natal– lo que la hace feliz, lo que genera ese intenso deseo irrenunciable de quedarse en casa junto a su madre. Y es precisamente esta figura quien más la impulsa a irse, siempre bajo el pensamiento de que será más feliz y libre en cualquier otro lugar.

El mar, como ya empieza a ser costumbre en las películas sobre el cambio climático, se convierte en una barrera, en un horizonte inquebrantable y temible. El mar se nos presenta desde el principio como el antagonista visible de la película, “el mar debe estar enfadado con nosotros” dice uno de los pueblerinos. El mar es tan fatídico que no deja descansar ni a los muertos. Pero, por fortuna, las reflexiones vagas se quedan en los primeros minutos de metraje. Nos fijamos y vemos una playa cubierta de residuos, niños jugando con botellas de plástico y otros vistiendo las camisetas de fútbol que llegan desde el “primer mundo”.

Si para algo sirven los elementos que componen un fondo o un ambiente (lo que llamamos el arte de una película) es para generar atmósferas que transmitan mensajes. Podemos asociar, gracias a ello, los residuos de la playa con occidente, residuos que llegan por las corrientes marítimas a las costas de aquellos países que menos contaminan: los “tercermundistas”. También podemos asociar los trajes femeninos que llevan estampados marinos con una estrecha relación entre el ser humano y el mar, dando la sensación de que, en algún momento del pasado, ambos dialogaron amistosamente en la isla Lahou.

Más allá de esto también encontramos otros símbolos que pueblan a la película de interesantes referencias visuales que completan un discurso que va más allá del relato medioambiental: un cangrejo que solo escapa cuando lo obligan a ello, fragmentos de carácter onírico asociados a la muerte, dualidad casi maniqueista entre dos mundos, etc.

Aya es un largometraje que, a pesar de recrearse en sus pequeñas subtramas, todo lo que aporta enriquece su discurso final. Y lo hace sin deleites, sin alardes técnicos, solamente mostrando la realidad contemplativa de un lugar –demostrando, su director, que tiene un ojo de documentalista– siendo también irrealista con sus traslados constantes al mundo de la ensoñación, pero siendo, en definitiva, una hábil narración sobre los desastres del aumento del nivel del mar.

– Santi Lecuona