03 Jun Sonidos de una vuelta al mundo
Ayer viernes tuvo lugar el pase oficial de la película El viaje de Unai en FICMEC, aunque ya se había proyectado varias veces más en la misma sala, pero para escolares de varios centros de Tenerife, que vinieron hasta Garachico a disfrutar de este hermoso documental en el que la visión infantil de la naturaleza cobra especial protagonismo a través de los ojos y la voz del pequeño Unai.
No contaré todo el contenido de la película, para que aquellos que no la hayan visto se lleven las mismas sorpresas que los que sí lo hemos hecho, pero sí puedo decirles que una de las cosas que más me han fascinado de este filme, aparte de la propia aventura que llevó a Unai, su hermana Amaia y sus padres a recorrer el mundo durante más de un año, es el hecho de que dos enanos hayan tenido el extraordinario privilegio de no ir a la escuela durante todo ese tiempo (aunque esto no es del todo cierto; vean la película).
Esa es una de las razones –creo– por las que la película ha gustado tanto a los chicos que la han visto en estos días en FICMEC, aunque a eso hay que añadir que la familia al completo ha estado en los pases y el propio Unai, ahora un adolescente expresivo, desinhibido y muy natural, les ha contado, como si estuviera en el patio del colegio, cómo fue aquello de estar a escasos metros de todos los animales que su padre debía fotografiar durante el viaje: elefantes, cocodrilos, lobos, pumas…
Pero la gran sorpresa para mí en el día de ayer fue un descubrimiento que me produjo una decepción casi tan grande como la que me llevé al saber, cuando tenía más o menos la edad que ahora tiene Unai, que las canciones de los Beatles se grababan no del tirón, sino superponiendo sonidos que se iban añadiendo paulatinamente. Ayer, convertido ya en un pureta que cree saberlo todo, me enteré de que la banda sonora –no me refiero a la música, sino a todo el sonido– de los documentales de naturaleza es la culminación de un complejísimo trabajo de edición para el que el sonidista va al mismo lugar en el que horas o días antes el cámara capturó a un oso rugiendo o a un caracol deslizándose sobre una hoja, y allí recoge, a su manera y como un auténtico maestro, sonidos que después escuchará el espectador creyendo que se produjeron a la vez que las imágenes que los acompañan.
Todo esto lo contó uno de los invitados a FICMEC, el técnico de sonido Carlos de Hita, que ha hecho estas filigranas para dos de las producciones que hemos visto estos días: Cantábrico y El viaje de Unai. Y después, ante mi incredulidad, me lo confirmaron Dani de León y Claudia Palenzuela, dos jóvenes que estudiaron imagen y sonido y que ahora trabajan en el festival: según me cuentan ellos, hasta el simple clic del cinturón de seguridad de un coche está guardado entre los miles y miles de sonidos que se archivan –donde se archiven estas cosas, tal vez como tornillos en una ferretería– para hacer posible, mediante una trampa, que una película sea creíble. Qué cosas…
Cuando se me pase el shock supongo que podré volver a disfrutar de los buenos documentales de naturaleza (y de cualquier buena película, pues doy por sentado que todas son sometidas a este desconcertante filtro) con el mismo placer con el que hoy, treinta y pico años después de mi primera decepción sonora, sigo escuchando a los Beatles.
Ramón Alemán