Un honor de presidente

Un honor de presidente

A sus 84 años, Pepe Dámaso sigue siendo un torbellino. Este hombre visceral, volcánico, telúrico, entró en erupción hace nada menos que setenta años, que ya es decir. Lo hizo en plena adolescencia y desde entonces no ha parado, contra viento y marea, contra la muerte (la de los amigos y los familiares), contra la enfermedad y contra la represión de aquellos oscuros años del franquismo en los que la libertad sexual era no una quimera, sino un auténtico imposible.

En sus intervenciones públicas, Pepe Dámaso siempre saca a relucir el nombre de su hermano, su amigo, su amor César Manrique, como si tuviera que justificarse de alguna manera por seguir siendo hoy él –Pepe– un defensor del medio ambiente, cuando el abanderado de esa lucha era César; y como si tuviera que apoyarse en la autoridad estética de Manrique para sostener el enorme peso de su propia obra. Y se equivoca: Pepe Dámaso puede nombrar a César Manrique siempre que le apetezca, pero no debería sentirse en la obligación de hacerlo. Porque Dámaso es una figura que ya ha entrado por méritos propios en la historia del arte.

Con esa tierna mezcla de mal carácter y dulzura, con sus contradicciones y sus aires divinos de cara a la galería, este hijo superlativo de Agaete ha sido y es uno de los más dignos embajadores de la cultura canaria a lo largo y ancho del mundo, y su obra –no solo la pintura, sino la que ha dejado por escrito– es la de un hombre con un enorme peso intelectual.

Hoy, después de que presentara en Garachico el montaje El coche pinocha, lo vi paseando su arrolladora ancianidad por las calles del pueblo y me acordé de las imágenes del documental El pintor de calaveras, proyectado también en este festival, en el que lo vemos joven, guapo, provocador y con bigote, como un Freddie Mercury de los años cincuenta, y comprobé una vez más que es un honor para FICMEC que Pepe Dámaso sea su presidente de honor.

Ramón Alemán
Foto Luz Sosa